Siempre quise volar alto, aún sin saber dónde me llevarían mis
alas, volar sin miedo y sin prudencia. Soltar las viejas vestiduras y ser libre
para decidir, para escoger caminos.
He tenido varada la razón a mis hijos durante demasiado años,
sin permitirme desviar la atención en otras necesidades… el amor ¿de qué
hablamos? No me atrevía a desearlo, a creer, a confiar en él, ni esperar si
quiera que fuera platónico. Eso cambio: llamémoslo destino, insistencia o
suerte.
Mi principito
Un día de mayo, apareció un príncipe azul vestido de ternura, de
paciencia, de ilusión.
De ojos azules, de rubia melena, con una rosa en
la mano y el corazón partido.
Cosí pacientemente los desgarros, las heridas, las
tristezas. Nos unieron las lágrimas, la demencia y las muchas ganas de ser correspondidos.
La pasión apareció de puntillas, después de trasnochar y de algunas
copas.
Mientras la dulzura iba ganando terreno. El pom-pom del
corazón iba sellando en cada latido los delirios; los impulsos del querer.
Tan enamorados que empalagosos parecíamos melaza para los demás.
Caminábamos sorprendidos de hallar sentido: al lenguaje de las manos, a los
misterios escondidos entre los pliegues de la piel, a las mieles entre la
comisura de los labios. Comiéndonos a besos, las ganas, las horas, las noches,
los días.
Un príncipe siempre dispuesto, siempre ofreciendo más. A cambio: le regalé todo el color de mi paleta, todos los matices de mí voz, todas las
palabras por escribir, todas las caricias de mis dedos, todos los besos que
imagináis de un alma desbocada, de un tiempo sin ritmo, de los días sin número,
sin nombre.
Él estaba en el cada segundo, entre mis despertares, entre las
promesas de futuro, entre el equilibrio y el sosiego. Ya entonces era mi
presente, es el hoy, mi mañana.
Es la paz y la calma. Es el norte y mi sur, es la mesura y el
desorden; tan iguales y tan distintos.
Sin necesitar nada más, sin necesitar nada
menos.
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