El especiero de barro
Yo era un inmigrante de poca monta entonces, el día que por primera vez toqué a la puerta de Doña
Montserrat en
Cadaqués.
Oí la persiana de madera
enrollable, a la vez que se asomaba a la ventana del piso de arriba una mujer entrada en años; mi aspecto
huidme, cansado y maloliente, hizo que ella tardará en abrir la puerta, supongo que por
desconfianza, eran pasadas las 10 de la noche de un caluros agosto. A mis pies una bolsa
resguardando mis escasas posesiones. Una
conversación se filtra en el silencioso preámbulo, ella dice cosa que no entiendo, tan sólo el nombre de
Mohamed. He imagino estará confirmando mi llegada. Mi mano sujetaba una nota en un español chabacano, de la dirección y el nombre de la Señora.
Dos veces tuve que picar con aquel antiguo picaporte, más próximo a mi país que al suyo. Mientras esperaba que me recibiera, me preguntaba si sería como me había prometido
Mohamed. El era uno de los grandes aquí, un respetable hombre de negocios. Me negaba a creer que no fuera tal como había escrito cientos de veces a su hermana
Oiahiba, y por supuesto acepté su invitación hacerme un hombre de provecho más allá de mis raíces… aquí en este lugar con mar, lleno de olores extraños. ¿Yo un humilde vendedor de especias, iba a tener nariz para distinguir el aroma a pez? No vivía en zona costera. Pero ese olor se reconoce aunque no seas un marinero.
Mientras me
dirigía aquí, me asombraba el aspecto de las calles tan singulares de mi destino, todo me llamaba la atención. Caminaba mirando al suelo y, descubrí una enorme sirena dibujada con piedras incrustadas en el pavimento, conduciéndome a un pequeño rincón lleno de flores. Una fachada a modo de puente conecta con otra callejuela estrecha, permitiendo el paso bajo su arcada. Mis pensamientos en un incesante ir y venir. Ahora recordaba los grandes paquetes de ropa que
Mohamed nos traía desde España en su vehículo, un Mercedes modelo 180, abarrotado hasta los topes, de familiares, amigos y enseres. Lámparas, mantas, y menaje de hogar para hacer feliz a su hermana. Regalos para su preciosa sobrina
Meriam a la que llamaba su princesa. Objetos a veces que decía que era un verdadero avance de la moderna Europa. Tan sólo por ser de este lado del mundo, iban bien recomendados. Nos traía patatas, ¿como si allí no las
cultiváramos? Nos dio un discurso sencillo pero locuaz de las diferentes calidades.
Sigo esperando que Doña
Montserrat me atienda. Parece que alguien baja la escalera. La puerta se abre, tras ella la mujer hace su aparición. Me pregunta: -¿
Ahmed?
Y yo respondo en un vaivén de cabeza a modo de afirmación, señalándome con el dedo. –
Ahmed,
Ahmed.
En un gesto amable me invita a pasar, sin dar tiempo a cerrar la puerta
Mohamed se acerca viniendo del otro lado de la calle, dándome la bienvenida. Vestido con tejanos y una camisa verde, que sinceramente me pareció muy moderno. Nos abrazamos, nos besamos, y comenzó su faceta de traductor. Pactamos mi salario, pactamos mi hospedaje, y por supuesto pactamos el porcentaje que
Mohamed recibiría por la recomendación que había hecho de mi, de mis aptitudes como buen trabajador, honrado y cumplidor, fuera el que fuera el trabajo que se me encomendará. Pero eso, no lo supe entonces, ni tan siquiera lo intuí.
Nos dirigimos a la vivienda que
compartiríamos con otros 15 hombres. Yo dormiría con 3 compatriotas más. Una cama tan sencilla como la mía. En un ambiente más húmedo que el de mi querido pueblo natal. Mis cosas guardé bajo la cama. Me presentó a otros que como yo, soñaron antes con la tierra prometida. Esa noche en mi lecho hable con
Allah, para pedir perdón por haber deseado tener bienes innecesarios. Yo era un sencillo tendero de especias de
mercadillo. Que quería una buena boda para su amada y una casa propia.
Fui recolector de patatas, aún viviendo cerca, tan cerca del mar. Nunca me tentaron las aguas. Trabajaba en los campos de sol a sol, a los que nos desplazábamos kilómetros hacia el interior. De vuelta al atardecer, cuando nuestra furgoneta conducida por mi primo, bajaba por las cuestas enrevesadas hacia
Cadaqués, siempre miraba expectante al horizonte, por si acaso una señal que dijera: “basta
Ahmed, vuelve a casa”.
Ahora ya sé como
Mohamed gana su dinero. De donde salen los regalos para su
princesita y para su adorada hermana. Puntualmente acude cada jueves a la Cruz roja, donde puede seleccionar ropa, mantas, alfombras, menaje y su paquete de comida ¡gratuito claro está!, asignado por la asistente social.
Ahora ya no quiero ser como él; nos cobra un alquiler mensual de 200€ por una cama y 600€ por bajar a Marruecos. Una quimera de este mar, al que de noche admiro, atraído por su olor intenso, a sal, a playa. Hoy regreso con mi bolsa azul de deporte, con algunos euros en el bolsillo; con un especiero de barro de múltiples colores, comprado en una tienda de
suvenir para mi amada
Nawal a la que tuve que dejar. Volver a vender especias en un
pueblecito del continente africano. Aquel inmigrante de poca monta se va con la cabeza muy alta. Sólo vine a por un
pedacito de
gloría, ahora me llevo el recuerdo de una cuidad de postal, en la costa catalana.